Ayer desayuné al lado de un hombre que tomaba notas en un cuaderno Moleskine. Como si fuese un naturalista del siglo XIX, el hombre escribía las impresiones que le causaba la ciudad y hacía bonitos dibujos, con tinta negra, de edificios y monumentos. El resultado era una hermosura, un cuaderno de viaje a través del cual, su dueño podría revivir una y otra vez las sensaciones que tuvo durante aquellos días de primavera en Madrid.
Le envidié y admiré antes de tener que volver a la realidad de la ciudad sucia y el trabajo aburrido.