jueves, septiembre 27, 2007

Es curioso comprobar que hay cosas que nunca cambian. p acaba de empezar primero de primaria y su profesora es un calco de las que me daban clase cuando yo tenía su edad. Gafas de pasta, laca por kilos, anillos de piedras y pendientes de perlas. Desgraciadamente el aspecto no es lo único que tiene de las seños de antes. Mi cruz, durante toda la EGB, fue la caligrafía. Tenía (y tengo) una letra horrible. Irregular y muy distinta a las letras de las caligrafías Rubio, que eran (y resulta que siguen siendo) el modelo a seguir. Dejando al margen que dicha caligrafía siempre me pareció bastante hortera, todavía tengo escalofríos cuando recuerdo aquellas tapas verdes y los dibujos de las formas correcta e incorrecta de agarrar el lapicero.

rubio

Parecía que lo único que importaba a las profesoras era que tuvieses una letra bonita, pues no dejaban pasar la oportunidad de recordarte lo mal que escribías. Bien de palabra o con métodos tan pedagógicos como mantenerte escribiendo a lápiz, cuando tus compañeros lo hacían, dependiendo de su pericia, con bolígrafo o, incluso, con rotulador. Parecía que, el que yo nunca tuviera faltas de ortografía o que fuese capaz de redactar mejor que la mayoría de mis compañeros no era importante. Sólo importaban los garabatos.
p se parece mucho a mí. Lo malo es que lo demás también se parece a como era hace treinta años. A su profesora no parece importarle que sea una niña despierta, con curiosidad, que lee como si tuviera varios años más de los que tiene y que es capaz de situar en el mapa las ciudades más importantes del país. No. Todo eso no importa. Sólo la jodida caligrafía.
Pensándolo bien no se de qué me extraño. Todo lo demás también es así. En este mundo sólo importa lo que pareces, no lo que eres.