sábado, diciembre 18, 2004

Durante la vida, tienes que aprender a adaptarte a cambios inevitables: un trabajo nuevo, una pareja diferente, hijos, accidentes, desgracias variadas, muerte, guerras, comunidades de vecinos...
Muchas veces, el éxito en algunos aspectos de la vida, depende de la capacidad que tengamos para adaptarnos a los nuevos entornos. No es fácil, pero es algo que se aprende con el tiempo. Y es que nos estamos entrenando en ello desde que nacemos: el destete, el primer día de colegio, la primera noche fuera de casa...
Pero también hay cambios menores. Cambios que se limitan a modificar la rutina adquirida a lo largo de los años. Y no por ser menores son menos traumáticos.
Recuerdo que cuando estudiaba EGB, durante el tiempo de recreo, los niños de mi clase (y de las clases de al lado) jugábamos al fútbol. El fútbol, hasta el cuarto curso, consistía en una veintena de crios pegándole patadas al balón sin importar la dirección o resultado. En mi colegio, había dos espacios habilitados para jugar al fútbol. Uno era una cancha de futbito medio decente, que los niños del ciclo inferior (de primero a cuarto) compartíamos en los recreos. El otro espacio era conocido como 'El barrizal', una franja de terreno arcilloso, delimitada por un muro de piedra (una de las bandas) y una verja herrumbrosa (la otra banda), que separaba el terreno de juego de un jardín de cactos. Las porterías estaban construidas de forma natural por la pared de piedra y por sendos árboles, por tanto, las porterías, sólo tenían un poste.
Entonces, la vida era fácil. En el recreo, nos juntábamos las dos clases de cuarto y organizábamos partidos. El cuarto A contra el cuarto B. Eran emocionantes lides en las que treinta chiquillos tratábamos de patear el balón al mismo tiempo.
Pero las cosas cambiaron al empezar quinto. Pasábamos a pertenecer al llamado ciclo superior (quinto, sexto, séptimo y octavo), y entre todos los cursos se repartía el uso de la cancha de futbito (un día cada curso, y los de séptimo un día más). El primer día de clase en este nuevo ciclo, salimos (al menos yo), con la intención de continuar los partidos del año anterior, pero un acuerdo no escrito e implícito en nuestro nuevo estátus de proyectos de adulto, llevó a un par de cabecillas a decidir que no se podía seguir jugando en tropel, sino que se debían organizar equipos de cinco jugadores y algún reserva entre las tres aulas de quinto, para tratar de aprovechar, como se lo merecía, la cancha de futbito el día que nos tocaba. Así que de un día para otro, yo, y un puñado de inadaptados, nos vimos excluidos de nuestra ración futbolística diaria.
Creo que sin darme cuenta, empecé a odiar al "deporte rey", y durante muchos años no quise saber nada del mismo. A cambio descubrí nuevas formas de pasar el tiempo, como caminar en grupo a lo largo del perímetro del colegio (cosa que a algunos compañeros les resultó muy útil cuando años después se vieron encerrados en la cárcel), a intercambiar arcaicas máquinas de videojuegos Nintendo, a quemar papeles y plásticos a escondidas y a mirar revistas para adultos haciendo ver que entendíamos lo que significaban aquellas fotos.
Aquel fue el primer cambio que recuerdo, la primera adaptación consciente de mi vida. Desde entonces ha habido muchas más, pero la sensación nunca ha sido más fuerte.
Parece mentira, pleno siglo XXI, y todavía nadie ha inventado un botón de salvar partida para usar en el mundo real.