Hay furgonetas con los cristales tintados, cuyos ocupantes, mientras esperan en los semáforos, amenazan a los transeuntes. Son los mismos, lo sabe todo el mundo, que venden globos en las ferias y secuestran a niños, pero aparentemente no le importa a nadie. Nada más que cuando una de su fechorías es demasiado evidente, nos rasgamos las vestiduras y los juzgamos en público. Pero eso sólo sucede muy de cuando en cuando. Mientras tanto, siguen recorriendo despacio las calles vacías de las urbanizaciones, en las afueras de las ciudades, buscando una presa con la que seguir saciando el ansia del motor que les mueve.