Siempre he tenido una alergia crónica al bricolaje. Mi profesora de cuarto de EGB ya se dio cuenta cuando, mientras yo me afanaba por pintar de esmalte verde unas estúpidas bolas de poliestireno expandido, me dijo: "López, no le ha llevado Dios por el camino de los trabajos manuales". Desde entonces he evitado todo lo que tuviera que ver con clavos, martillos, escarpias y demás parafernalia.
En mi casa, colgar un cuadro o arreglar un enchufe era una tragedia, ya que cuando había que hacer cualquier cosa que implicara remotamente la utilización de herramientas, todos los hombres desaparecíamos. Mi madre se resignaba y terminaba haciéndolo ella. Supongo que es algo que he heredado de mi padre, quien lo más cerca que ha estado nunca del do-it-yourself fue cuando colgó, con amplio despliegue de medios y unos cuantos santos bajando en fila desde el Olimpo, un crucifijo sobre el cabecero del lecho conyugal. La táctica fue buena, ya que mi madre jamás volvió a solicitarle labores semejantes.
La genética es curiosa. Mis dos abuelos eran afanados bricoleurs, que no desperdiciaban, casi siempre con resultados horrendos, la posibilidad de arreglar algo por ellos mismos. Cada uno en su estilo, uno era partidario de la cinta aislante, mientras que el otro era más de trozos de alambre, pasaban horas entretenidos tratando de arreglar o mejorar cosas que no lo necesitaban.
Mi padre y yo hacíamos comentarios ingeniosos como: "...con lo que vas a tardar te merece la pena pagar a un electricista". Ellos nos miraban con cara de pena y seguían atornillando.
La verdad es que siempre he admirado a los manitas. Tengo amigos, que con un montón de maderas desechadas eran capaces de hacer una bonita caja-pastillero para regalar a su novia, o convertir una vieja lata de leche en un rústico paragüero, pero en el fondo me reía, porque estaba convencido de que eso no eran más que chapuzas.
Ahora bien, la vida nos pone a todos en nuestro lugar, y hay momentos en los que no te queda más remedio que tragar y afrontar tus miedos.
Comenzar a vivir en una casa que durante años ha pertenecido a otras personas es uno de esos momentos. Los arreglos son inevitables, y los 800 euros de presupuesto de un "letricista económico" sirven para que hasta el más recalcitrante enemigo de las manualidades se busque en Internet los capítulos atrasados de Bricomanía y proceda a emular a MacGyver con las limitadas herramientas que posee (mayormente un taladro conseguido con los puntos del banco, un juego de destornilladores, y unos alicates heredados). Aunque rápidamente te das cuenta de que con ese armamento no vas a llegar muy lejos.
Yo estoy por solicitar la tarjeta de puntos de la ferretería de la esquina. En las últimas dos semanas he aprendido sobre tacos, tornillos, alcayatas, escuadras y brocas mucho más de lo que me hubiese gustado. Prácticamente cada cosa que quieras hacer, ya sea asegurar un mueble contra la pared o arreglar una lámpara, necesitará un arsenal casi infinito de materiales diversos.
Y ni se te ocurra ir de listo, porque entonces necesitarás mucho más. La experiencia me ha demostrado que en estos casos es mucho mejor hacerse el inútil y preguntar. Quedas como un imbécil, pero puede que se apiaden de ti y te expliquen como solucionar tu problema.
Hoy ha sido un buen día. Después de golpear (literalmente), una y otra vez contra una pared de cemento, he preguntado a mis amigos manitas "¿qué necesito para perforar en una pared que es más dura que un ladrillo?". Ellos me han mirado muy serios y me han dicho:
-¿Has usado el percutor?
-?!?! No creo que mi taladro tenga eso.
-Seguro que sí, búscalo.
Resulta que tenía percutor (sea lo que sea eso). Y he perforado de puta madre (mmmm, veo que se me va pegando el léxico) Dentro de nada me atreveré a cambiar una bombilla sin cortar la corriente de todo el edificio.
sábado, marzo 18, 2006
Publicado por Poncho a las 16:06