miércoles, abril 12, 2006

Por una vez no me pierdo y llego pronto.
Como siempre, el otro llega tarde.
Las montañas, cercanas, enfrían el viento que barre las calles. Mi chaqueta no puede con él.
Ni un alma. No hay tráfico. El día es joven y el barrio más aun.
Pauline susurra, desde la playa, directamente en mis oidos una historia de ranas moradas.
Encuentro la única cafetería en el único local comercial habitado en este lado de la ciudad. Llena de obreros de la construcción.
Entro y me miran. Creo que mi nuevo corte de pelo es un acierto.
Un cortado, por favor. Me siento en una mesa. Demasiada leche. Demasiado azucar.
Pienso en sacar el portátil y escribir algo, pero mi presencia ya ha molestado lo suficiente a la concurrencia.
Recuerdo el sueño de anoche. Los angustiosos segundos que preceden al accidente de un avión que vuela a ras de suelo, vividos desde un asiento de turista (ventanilla, no pasillo). El momento del impacto es eterno, zenoniano. Despierto cuando consigo decidir cuál es mi último pensamiento. Me asusta.
Suena el móvil. Por suerte el otro ha llegado y no tendré que escribir este post.