miércoles, noviembre 14, 2007

Hace unos días sentí miedo por segunda vez en mi vida. No el miedo que puedas tener a volar, que también lo tengo. Aunque yo no soy cantante (bien mirado, él tampoco) y no tengo los miles de euros que cuestan las toneladas de combustible derrochadas al abortar el vuelo. Decía que no era el miedo cuando pensamos en el miedo. No era el miedo que tienes al ver una película, ni el miedo a que te suceda algo cuando caminas por la calle en plena noche. Era un miedo cerval, rayando el pánico que impide el raciocinio. Miedo a no poder proteger a los que quieres, a no saber cómo manejar la situación.
Afortunadamente todo acabó bien, pero desde entonces vivo con angustia. ¿Y si vuelve a suceder? ¿y si la próxima vez no tenemos tanta suerte? Me descubro buscando las salidas de emergencia de los lugares que visito. Evaluando la altura de la ventana de la habitación del hotel desde el que escribo. No me gusta. No soy yo. O mejor dicho. Yo no era así.
La vida es una hiena de las peores. Se ríe de tí y se alimenta de tus huesos. Ya puedes planear tu vida con toda diligencia, respetar las normas, no comer grasas ni beber cafeína. No fumar en tu lugar de trabajo, ni en ningún otro. No hablar por el móvil mientras conduces, y, por supuesto, no tocar el GPS. Todo eso da igual, ya que hagas lo que hagas, un militar perturbado te apuñalará en el Metro, una señora portuguesa chocará en dirección contraría contra tí, o tu vecino quemará el edificio en el que vives.