jueves, mayo 29, 2008

Mi compañero de viaje saca del bolsillo de su chaqueta un fajo de papeles doblados que despliega con dedos nerviosos sobre la bandeja del asiento.
Grandes tablas rellenas con letra minúscula cubren los papeles, cuyos dobleces están tan marcados en algunos lugares que amenazan con desgajarse. Se diría que lo único que los mantiene unidos es la atracción matemática, la relación que los números de la cuadrícula separatista mantienen con el resto de números de la matriz.
Mi compañero inspecciona los papeles durante unos minutos. A continuación, en la parte trasera de una de las hojas comienza a dibujar, a bolígrafo, con pulso poco firme, una nueva cuadrícula. Garabatea en la cabecera de las columnas pequeños símbolos, que, desde mi asiento y por el rabillo del ojo desviado de las páginas del periódico, no acierto a descifrar. En cada una de las pequeñas y mal dibujadas casillas escribe un número, o una letra, sin aparente lógica. Comienzo a pensar que quizá esté loco, y sea su manera de escapar de la realidad (o quizá de acercarse a ella), pero algo en la decisión de su mirada me convence de que sus acciones tienen una lógica fuera de toda discusión, y quizá, simplemente, yo no esté preparado para entenderla.
La mujer que hay al otro lado del pasillo lee recetas de cocina en una revista de cotilleos. El vaso de coca-cola que tiene delante, tiene en su borde una grasienta mancha de pintalabios de color ocre. De repente tengo nauseas.