viernes, agosto 19, 2005

Trabajar en el agosto de Madrid es un destierro de asfalto, una Santa Helena sin tráfico. La ciudad sobrevive en animación suspendida, suerte de letargo alimentado por carteles de cerrado por vacaciones. Las calles parecen más amplias, y el porcentaje de inmigrantes se dispara. Su convenio no incluye vacaciones.
Escribo desde la república gerontocrática de La Castellana, es decir, la terraza del Gijón. Probablemente sea el lugar más decadente de la Tierra. Camareros de raídas chaquetas blancas sirven claras de limón en jarras heladas. Ejerzo de mentalista y trato de adivinar la cifra que marca el ticket que hay sobre mi mesa. Digo 4 euros. Me quedo 50 centimos corto. Olvidate de volver en taxi al hotel.
Un pianista toca pasodobles y boleros. La concurrencia aplaude cada pieza.
Unos grandes ventiladores dotados de minúsculos aspersores de agua pulverizada generan un microclima supuestamente agradable que sin duda me rizará la melena. Es curioso como este lugar puede convertir en hortera hasta el objeto más improbable. Una agraciada muchacha de cabello castaño atraviesa sin pestañear la nube de agua, dirigiéndose hacia mi con paso decidido. Cuando llega me pregunta: ¿Eres Marcos?
Con la cara compungida le contesto:
No, desgraciadamente no.
Sonríe, pero se va. Inmediatamente llega Marcos. Trae un ramo de rosas. Marcos no está mal, pero mi melena (aun rizada) gana a su calva. Se abrazan y besan.
¿Serán una cyberpareja recién reunida?

Para que digan que en agosto nunca pasa nada.