sábado, julio 10, 2004

Me tiendo en el lecho. Mis miembros estirados, las palmas de las manos hacia abajo. Cierro los ojos e imagino un pequeño cuadrado de color blanco. Una hoja de papel en el centro del universo. La hoja duplica su tamaño en sucesivas iteraciones que hacen aumentar de forma geométrica la superficie blanca. En unos segundos es del tamaño de un pais entero. En unos minutos ocupará todo lo que abarque mi vista. Mientras tanto, mi cuerpo se relaja. Comienzo por los dedos de mis pies. Siendo consciente de la entidad de cada uno de ellos. Continúo por los pies, tobillos y rodilla. Mis piernas están muertas. No me pertenecen. Pesan tanto que parece que se hunden en el colchón. A la vez, noto cómo emiten calor. Un calor agradable y pesado que se propaga al resto de mi cuerpo. Es el turno de los brazos. En unos minutos, desaparecen. Noto cómo en la parte posterior de mi craneo se concentra una fuerza que presiona sobre la parte interna de mi frente. Mi cabeza da vueltas. Un torbellino de luz blanca. Intensa. Dolorosa.
De pronto la explosión.
Noto cómo dejo atrás mi cuerpo, sufro una aceleración atroz que me propulsa hacia arriba. Veo mi casa, mi ciudad, mi pais. Y me quedo suspendido, en la nada. Viendo cómo amanece sobre lugares que no conozco. Viendo el futuro y el pasado unificados en un punto singular. Y cuando creo que estoy a punto de entenderlo todo, una soga dorada tira de mi, arrastrándome hacia la jaula de carne y condenándome a un sueño vacío, del que despertaré con la sed de quien ha cruzado los desiertos y no tiene fuerza para contarlo.