martes, abril 19, 2005

Veamos.
Tres días en otra ciudad. A una distancia de casa que me hubiese permitido ir y volver todos los días (a costa de madrugar bastante). Acuerdo con P quedarme en un hotel. La primera vez que duermo fuera de casa en meses. P dice que podrá hacerse cargo de todo. La creo, o más bien quiero creerla.
La ciudad me encanta. Es uno de mis lugares favoritos. La conozco bien y se disfrutarla. Aprendo a dar clases con resaca. Incontables vinos. He vuelto a la universidad. Deliciosas tapas martirizan mi estómago mientras quedo deslumbrado por el proyector.
¿Era yo tan joven cuando estudiaba? No ha pasado tanto tiempo. ¿O si?
Me mezclo entre los estudiantes. Olvido los taxis y me desplazo en autobús. Quedo prendado de la sonrisa de una chica. Parece feliz. ¿Qué preocupaciones podrá tener?
Me pregunto cómo me ven. Decido que prefiero no saberlo.
La noche es fría. Ahí está otra vez ese tipo solitario. Bebe un vino tras otro y lee su libro. La euforia del principio es sustituida por aburrimiento resignado.
Estoy cansado.
¿Tienen sentido del humor los cardenales?
Si lo tienen resulta perverso.