viernes, noviembre 14, 2003

El miércoles llevamos a p. a visitar a su tatarabuela, la abuela de mi madre. El año que viene cumplirá 100 años y dentro de lo que cabe se encuentra bastante bien. La acompañamos mientras merendaba su café con leche y tarta de manzana, la verdad es que en muchos sentidos, está bastante mejor que sus hijas.
Vimos antiguas fotos de la familia que yo no conocía, entre ellas una de su marido cuando se fue para Cuba a los 14 años. Tuve una sensación extraña, ya que eran las típicas fotos que verías en un documental del canal de Historia o que Isabel Allende te describiría en uno de sus libros, pero esta vez eran fotos de mis antepasados, tan cercanos (mi bisabuelo murió hace unos pocos años) y a la vez tan lejanos, porque las distancias en el tiempo, no son sólo cuestión de años.
Mientras veía a mi niña y su tatarabuela jugar juntas, no podía dejar de pensar que sin aquella mujer casi centenaria, la mayor parte de los que nos encontrábamos allí, no existiríamos. En aquel momento, aquella mujer y aquella niña, separadas por 97 años de diferencia y unidas por una cadena de generaciones, compartían, de una forma que ninguno de los allí presentes probablemente alcancemos nunca, un vínculo íntimo generado por una misma risa inocente y sincera.
Fue uno de esos escasos instantes de paz y tranquilidad que hacen que me olvide de buscar el sentido de la vida y me dicen que me limite a disfrutar el momento.