Desde los 14 hasta los 16 años, estuve perdidamente enamorado de E. Todavía se me pone la carne de gallina cuando recuerdo el primer día de clase en un colegio que hacía pocos años había dejado de ser sólo de chicas. Los chicos eramos minoría, y yo, tuve la enorme fortuna de que mi apellido fuese similar al de la chica más bonita que había visto en mi vida. Esa coincidencia nos sentó juntos... y ya no recuerdo nada más de aquél día.
Pasamos poco tiempo juntos, porque un imbécil que comenzó el curso dos semanas tarde, tenía el apellido exacto para separarme de E, pero el daño ya estaba hecho.
Mi corazón estaba devastado por aquel hermoso ser, la veía perfecta, maravillosa. Pensándolo ahora, creo que E era un tanto superficial, pero tenía un cuerpo de escándalo. Hacía todo lo posible para estar a su lado, incluso llegué a apuntarme a absurdas actividades extraescolares a las que ella dejaba de ir después de las primeras semanas, aunque yo seguía asistiendo puntualmente con la esperanza de que algún día apareciese. Qué alegría llevé cuando vino a vernos entrenar y me dió aquella cinta para el pelo (luego me enteré de que venía porque le gustaba el ala-pivot).
Estaba enamorado. Y se me notaba. Pero me daba igual. Es extraña esa sensación. El amor que sientes a los quince, y te das cuenta de ello años después, carece de muchas cosas. Es un sentimiento mucho más primario que los amores que tienes de adulto, en los cuales intervienen factores diferentes y son más complejos, como los buenos vinos.
La verdad es que E se portó bien. Aunque nunca me hizo caso, siempre me trató de forma agradable y no se aprovechó de mi flaqueza. Podría contar historias de personas que se vieron en una situación similar y fueron totalmente esclavizados por la ingrata de turno.
Nunca tuve la más mínima oportunidad, pues E, aparentemente, sólo salía con tipos muchos más populares y/o que tenían mucho más dinero que yo. Pero inasequible al desaliento, no perdía la esperanza, e imaginaba toda suerte de cataclismos fortuitos o provocados (por mi) que terminaban con un mundo en el que sólo sobrevivían dos personas.
Traté de introducirme en su círculo de amigos, pero nunca conseguí acercarme a ella. A cambio conseguí, entre sus amistades, algunas de las mejores amigas que tuve en aquella época. Con la perspectiva que da los años, ahora me doy cuenta de que yo llegué a gustarle a alguna de ellas, pero ya se sabe: la ceguera del amor...
Empecé la universidad y les perdí la pista. Seguí viendo de vez en cuando a alguna de aquellas chicas. Encuentros casuales, siempre muy agradables: cómo te va, te veo bien, a ver cuando quedamos, te acuerdas de...
Pero a E, no volví a verla nunca más.
Hasta hoy.
La encontré por la calle, salía de un comercio. Yo iba con P y p, ella con un hombre. Al principio no la reconocí. Ella no me vió. Tardé un segundo en comprender la señal que emitía mi cerebro ¿Quién era aquella mujer?. Un gesto de su cara me lo reveló (en tiempos, yo había sido un gran estudioso de E, y me conocía al dedillo todas sus muecas y gestos). Solo vi su cara durante tres segundos, pero inequívocamente era E. Yo la recordaba como una semidiosa adolescente, y ahora estaba transfigurada en una mujer de 32 años con una apariencia totalmente vulgar. El resultado de 14 años sin verla, supongo.
Si no hubiese sido E, mi cerebro, probablemente, ni siquiera hubiese registrado su presencia. (¿Quién es el superficial ahora?)
De cualquier manera, este encuentro me ha hecho recordar una época muy bonita, en la que sufría como cualquier adolescente torturado, pero de la que tengo un cariño especial. Además, me ha alegrado (cruelmente) ver que su compañero es más bajo, más gordo, y tiene menos pelo que yo. Por no decir que no tenía pinta de ser un Donald Trump, precisamente.
domingo, junio 06, 2004
Publicado por Poncho a las 16:13