sábado, febrero 21, 2004

Quizás fue porque estaba cansado de toda la semana fuera de casa, o quizás por el horrible aterrizaje con viento lateral, o puede que fuese porque nadie había ido a buscarme al aeropuerto. Puede que la culpa fuese del lamentable estado de mi cuenta bancaria o que preveía el puyazo que mi iba a dar el taxi que me llevaba a casa (tarifa fija, 38 euros).
La cuestión fue que en la oscuridad del asiento trasero, de aquel taxi que olía a aceite de oliva caliente, empecé a llorar como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Un lloro silencioso, con lágrimas amargas que marcaban, al rojo vivo, surcos en mis mejillas. Creo que el taxista no se dió cuenta, iba concentrado en la carretera y en las noticias de la radio: Una banda terrorista había aportado su semilla de cizaña al cultivo de malas hierbas en que se ha convertido este pais. En aquel momento me daba igual todo, que los terroristas ganasen las elecciones, que el taxista me viese llorar o que no tuviese dinero para pagar la carrera... Sólo estábamos yo, mi dolor y las estrellas que veía desde la ventanilla. Juraría, que una de ellas se apagó en el preciso momento en que la miraba, pero supongo que fue mi inconsciente tratando de decirme algo, aunque me da miedo saber qué.